martes, 23 de agosto de 2016

GEOPOLÍTICA.


Toda sociedad, en la medida en que reposa sobre un hábitat, es una apropiación del territorio. Éste, en el curso de los años, es modificado lentamente por la actividad humana, y a su vez, debido a sus peculiaridades geográficas, determina dicha actividad. No hace falta recalcar el papel que los lugares han tenido en la formación de las sociedades para afirmar que Historia y Geografía –o Sociedad y Naturaleza– se han condicionado mutuamente. 

La Revolución Industrial alteró profundamente esa reciprocidad, liberando a la sociedad de los condicionantes territoriales, pero a muy alto precio. Por un lado, la ordenación territorial, gracias al urbanismo, se convirtió en un medio de acumulación de capital; por el otro, la posesión del territorio por el capital, es decir, su transformación en mercancía, acarreó su arrase. Recuérdense por ejemplo el estado deplorable de las zonas industriales o mineras de antaño. 
Bajo el dominio del capital, la liberación de la sociedad de las constricciones impuestas por la naturaleza fue terrorista. Sin embargo, el proceso no se desarrolló simultáneamente en todas las direcciones. En sus inicios, el espacio del capital era fundamentalmente territorio urbano. Las gentes que vivían en el campo, no realizando sino ocasionalmente intercambios con dinero, quedaban en gran parte fuera de las leyes de la economía. Pero en un periodo relativamente corto de la Historia esto dejó de ser así, de forma que, en la actualidad, todo el territorio sufre las consecuencias de la mundialización de la economía y, por consiguiente, todo el territorio es real o potencialmente urbano. Europa se convierte en una red de manchas metropolitanas en expansión, tendiendo a formar una megalópolis continental dispersa. 
En esas condiciones, la apropiación social del territorio es inseparable de su degradación y de su destrucción.

El fin de la agricultura tradicional, la última barrera a la descomposición territorial, significó la constitución de un mercado global del territorio. Arrancado a su existencia casi extraeconómica –como el agua o el aire–, el territorio será “clasificado” y entregado al mercado. La motorización de la población y la apertura de accesos posibilitaron que las ciudades perdieran sus límites y que las segundas o terceras residencias, reflejo de la prosperidad de determinados sectores, desplazaran a las actividades rurales. De este modo, irían cayendo todos los obstáculos físicos, lingüísticos, culturales, psicológicos, morales, etc., que definían la identidad territorial, dando como resultado la desaparición del lugar, la muerte de su carácter y de su singularidad.

 En un espacio integrado, el territorio no urbano es, o bien, reserva “no programada” de lo urbano, o bien decorado naturalista de lo urbano. Ello ha comportado tal dislocación en las formas de vida, tal trivialización de lugares y gentes, tales amenazas a la seguridad o a la salud, que el cuestionamiento de los responsables ha sido inevitable.

La voluntad de resistir al proceso de banalización generalizada (a la proletarización del hábitat) y a sus consecuencias nocivas subyace en cada contienda territorial, pero no obstante, esa voluntad casi nunca llega a expresarse con claridad, ya que se halla mediatizada por los intereses creados en las primeras fases del conflicto, en el tránsito de una economía agrícola a una economía de servicios.    

Miguel Amorós.           

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