martes, 11 de diciembre de 2012

GANADERÍA.


De la Luna maestra al Sol dictador

En uno u otro lugar de la tierra, en cualquier época de la historia, remota o reciente, se repite invariablemente la oblación cruel y físicamente dolorosa a la divinidad presuntamente solar que ha llevado a los seres humanos a la costumbre de cultivar plantas comestibles, y a santificar un determinado concepto del tiempo por medio de unas medidas exactas y supuestamente científicas que. lejos de dominarlo, lo convierten - al tiempo - en rector absoluto de la vida y de la muerte.

Hay una concreta tendencia del hombre - manifestada en los que llamamos estadios inferiores de la civilización - al nomadismo y a modos de vida conformados a principios mágicos de origen lunar, que siempre perduran bajo la apariencia de poderes trascendentes que pueden ser aprovechados por los pueblos para lograr - personal o colectivamente - un contacto directo e inmediato con una realidad superior.

Este poder viene simbolizado, sin excepción, por la divinidad femenina, Gran Madre o Maestra que posee en grado superlativo la virtud propia de la mujer: 
la generación.

Isis, Astarté, Coyolxauhqui, Hécate, Tanit, Hera, Mama Odio, Cibeles o María, todas son madres transmisoras de trascendencia, de poder, de conocimientos profundos convertidos en magia y eventualmente anatematizados.

Sin embargo, llega un instante - repetido invariablemente en todas las culturas y en todas las latitudes - en el que el hombre recibe, generalmente de modo súbito e inexplicado, la orden de convertirse en sedentario.

Y digo que recibe la orden, no como una imagen literaria, sino como traducción de todos los mitos religiosos que narran el origen de ese cambio fundamental de vida, desde el mago Colibrí de los mexicas a la historia de Triptolemo, desde Baal a Beleños, desde al Viracocha andino al Oanes mesopotámico, pasando por ese Attis convertido en árbol que muere y renace cíclicamente y por las remotas divinidades agrícolas de los jond.

Al ser humano, a partir de ese instante,
·      Se le asigna un lugar del que no deberá ya moverse, porque allí y sólo allí estará la fuente de su supervivencia (si cumple los preceptos)
·      Se le enseña cómo manipular dicha supervivencia, mediante el truco ficticio de un concepto del tiempo captado por la lógica - la «ciencia» - sensorial
·      Se le imbuye el odio - o el temor - a todo cuanto signifique metalógica o trascendencia, a todo cuanto sobrepase los límites de esa razón pedestre e inmediata que ha de acatar
·      Se le obliga a tributar su propia sensación física, por medio del dolor y del horror, a esa presunta divinidad que se ha erigido, no ya en maestra de conocimientos, sino en dueña absoluta y machista de un destino que, en realidad, le ha sido arrebatado al hombre como se le arrebata a un prisionero de por vida la decisión de disponer libre y voluntariamente de su propia supervivencia.

Por esta vía, el ser humano deja de comunicarse directamente con la divinidad y se le obliga a que esta eventual comunicación - que seria en realidad la razón de su propia trascendencia - se realice a través de las clases sacerdotales que sirven - o pretenden servir - de médiums con esa realidad superior a la que el hombre parece no tener ya acceso.

En todas las religiones instituidas (y creo que conviene distinguir entre religiones y escuelas de trascendencia, porque existen diferencias fundamentales entre maestro y rector, entre gurú y prelado, incluso entre imán y obispo; y creo que conviene recordar otra vez que a Jesús lo llaman maestro sus discípulos y Salvador los prestes que edificaron la Iglesia, «interpretando» convenientemente sus palabras y convirtiendo en acto de fe sus enseñanzas), en todas las religiones, tengo que repetir, hay una institución que mediatiza las relaciones del hombre con su propia trascendencia, obligándole a estar agradecido a quien le salva en lugar de enseñarle a salvarse a sí mismo.

A partir de ese instante, en su papel de mediadora, la clase sacerdotal impulsa y promueve de mil maneras distintas el sacrificio doloroso, incluso convirtiendo en supuesto dolor el ciclo de las cosechas primero y la eventual presencia, seguida de muerte violenta, de la divinidad entre los humanos después, sólo con el fin de crear en la mente del fiel - del que tiene fe, es decir, del que cree sin saber - un complejo de culpa que ha de purgarse sufriendo - como sufrían los padres cartagineses, ritualmente obligados a entregar a su primer hijo en sacrificio - y penando y echando mano incluso de un arrepentimiento ficticio (imbuido, obligatoriamente impuesto) por un acto que nadie en su sano juicio podría tener conciencia de haber cometido, ni de tener la mínima responsabilidad, directa ni indirecta, sobre él.

Sin embargo, una vez aceptado el hecho - un hecho que tiene que admitirse, porque está ahí presente, en la historia y hasta en la vida cotidiana - impuestos en la existencia universal de esa tendencia al dolor físico y al sufrimiento moral que contribuye a la mediatización de las creencias, tenemos que preguntarnos su razón, su porqué, los motivos por los que ese choque visceral con lo macabro y doloroso parece imprescindible en el comportamiento religioso.

¿Se trata de una «manía» sacerdotal, de un sadismo innato que nace de las mismas clases dirigentes espirituales?

¿O, por el contrario, esas clases han actuado o siguen actuando en la actualidad, efectivamente, como intermediarias de algo que exige por alguna razón el sacrificio o la energía que se desprende del horror y del dolor?

Juan García Atienza. 



(La creación de un templo sumerio era considerado como una tarea impuesta por Dios a todos los gobernantes.
Gudea, gobernador de Lagash, alrededor del año 2000 A.C., construyó quince grandes templos con la ayuda de los dioses:
“Inescrutable como el cielo, la sabiduría del Señor, de Ningirsu, el hijo de Enlil, te apoya”.                                          “Él te revelará a ti el plan de su templo, y el guerrero cuyos decretos son grandes lo construirá para ti.”).
 



No hay comentarios:

Publicar un comentario