miércoles, 29 de agosto de 2012

DECLARACIÓN.


Durante los últimos diez años he dedicado la mayor parte de mi tiempo a observar, conocer y compartir sobre todo aquello que envuelve al ser humano del siglo XXI. En este recorrido he escrito varias obras, y numerosos artículos que resumen mi propio aprendizaje. Mi equipaje contiene –como ha de ser- más dudas que certezas, si bien esas pocas certezas son ya muy difíciles de remover. 
Considero cierto que la inocencia que habita en el ser humano es valor suficiente como para dar la vida en pos de su protección. 

Considero cierto que existen personas que, premeditadamente, destruyen esa inocencia, y que lo hacen sin escrúpulo o remordimiento alguno.
Considero cierto que –si bien nunca existió un tiempo pasado que fuera mejor-, los momentos actuales son tan críticos que decidirán si se adelanta o no nuestra extinción como especie y, de no adelantarse, en qué condiciones malvivirán nuestros hijos en el mañana.

Considero cierto que los tibios, los que guardan silencio ante los depredadores y la apisonadora de su poder, tienen derecho a engañarse a sí mismos, pero no son dignos de representar nada que no sea su propia conveniencia.
Si bien no puedo demostrarlo, considero cierto que el ser humano no es la única inteligencia sobre la faz de la Tierra. Y considero que, por la naturaleza opresora que le atribuyo a esa otra inteligencia, es más importante compartir con otros mis sospechas –a riesgo de llegar a sentirme ridículo- que callarlas.


El tuétano de este texto no es otro que insistir en la existencia del más grave problema que nos ha acompañado desde que el mundo es mundo: el psicópata, el individuo al que todavía –incluso entre los profesionales que lo tratan- se confunde con un enfermo que no es capaz de advertir la diferencia entre el bien y el mal. 

Nada más lejos de la realidad: saben lo que hacen. Son conscientes de las decisiones –pequeñas o grandes- que toman, y con las que torturan a un pariente, una pareja, compañero, empleado, o –incluso- a un país entero. No sienten ni padecen cuando condenan al hambre a generaciones completas, o cuando marcan de por vida la existencia de sus víctimas.
Dicho esto, no me detendré en la figura de estos sujetos, puesto que hay sobrada información archivada como para empezar a hacernos una idea de cómo son y cómo actúan.
Sólo añadiré que están entre nosotros. Que son capaces de
 hacer el mal de manera premeditada. No debería importarnos 
 el alcance de su destrucción: No es menos grave la tortura de
 baja intensidad que perdura décadas, que un disparo en la
  nuca. El muerto ya no está, pero la víctima torturada del
 psicópata marca –de por vida- la personalidad de su entorno.


Están entre nosotros, y la lucha por no perder la poca dignidad que nos queda pasa por reducir su marco de actuación. Invito –una vez más- a que seamos intolerantes con quienes se aprovechan de las vulnerabilidades de los demás para parasitar y, consecuentemente, destruir.

El clima psicopático actual es –de manera especial- la consecuencia directa de las últimas décadas de nuestra historia, donde el capitalismo salvaje llenaba los estómagos de muchos, que dejaron de preocuparse por las injusticias que ya no les afectaban tan duramente. La sociedad, cuanto más ociosa, más fragmentada. Cuanto más ocupada en el falso bienestar logrado, mucho más vulnerable a las mentiras provenientes del poder. El resultado: no hay manzanas podridas –que pudren manzanas sanas- en un barril sano. Hay un barril (el Sistema) podrido que pudre –si lo dejamos- todo lo que lleva dentro. Es, únicamente, una cuestión de tiempo.
En la actualidad estamos viviendo –y padeciendo progresivamente, en mayor medida- las consecuencias de no haber vigilado los comportamientos psicopáticos de quienes, por su naturaleza, tienen muy elaboradas habilidades sociales. No nos hemos educado para verlos venir, y hoy la crisis sistémica que vivimos (con consecuencias económicas, pero con origen en la perversa actuación de psicópatas integrados) habrá de decidir nuestra derrota definitiva –como seres humanos- o, por el contrario, el duro, y sacrificado sendero que conduce a nuestra liberación del yugo de los individuos antisociales.
¿Aún estamos a tiempo de no acabar derrotados? Espero que sí. Es ahora, y no más tarde, cuando la evolución de los seres humanos dependerá de reconocer –o no- un comportamiento perverso, integrado en nuestro entorno y en nuestra cultura, que siembra de sufrimiento y miseria todo a su paso.
Es hora de reconocer que lo hace con nuestra bendición, con nuestra tolerancia y silencio. Así empezaron los más grandes dramas vividos el siglo pasado, con la aquiescencia de la gran masa social. ¿Habremos aprendido de la historia?

"Nos ocuparemos de una pregunta fundamental: ¿Qué hace que la gente actúe mal?. Sin embargo, en lugar de recurrir al tradicional dualismo religioso del bien contra el mal, de la naturaleza sana contra la sociedad corruptora, veremos a personas normales realizando tareas cotidianas, enfrascadas en su trabajo, sobreviviendo en el mundo a menudo turbulento del ser humano. Trataremos de entender las transformaciones de su carácter cuando se enfrentan al poder de las fuerzas situacionales. Empecemos con una definición de la maldad. La mía es sencilla y tiene una base psicológica: La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre.’ (Philip Zimbardo, El Efecto Lucifer, p. 26)


Entiendo la conciencia como el compromiso individual con la honestidad. Y de ahí se deriva, sobre la base de la regla de oro que nos dice que no hagamos a los demás lo que no queremos que se nos haga a nosotros, de ahí se deriva un propósito, un compromiso con la defensa de la inocencia, dondequiera que ésta se manifieste. 
Los rostros de la inocencia son múltiples, y no necesariamente todos ellos son caras infantiles. La inocencia también abunda en los adultos que, llevados por su desconocimiento de cómo funciona el mundo, se exponen sin reservas ante otros seres humanos que actúan deshonestamente. Tal es esa ignorancia en los inocentes, que los deshonestos los torean a placer, a veces, durante años, incluso, a lo largo de toda una vida.
Una vez he comenzado a aclarar mi particular concepción de lo que entiendo por conciencia, he de añadir que el compromiso con ella se expresa en dos direcciones. La primera, en mi propia persona, tratando de mantener una conducta que esté siempre atenta a no herir la sensibilidad de quienes me rodean.
La segunda es hacia el entorno; esto quiere decir que, en la medida en que existo para otros, hay una responsabilidad individual hacia ellos que se manifiesta en un impulso de protección frente a las amenazas existentes. Como es lógico, en ambos casos, se exige un esfuerzo de madurez, máxime cuando el escenario social en el que participamos ha ido tendiendo –cada vez más- hacia un individualismo que observa la cooperación (acción recíproca) como una rareza y no como una cualidad propia de nuestra condición humana.
 Si la cooperación es asunto escaso, hablar de sacrificar lo propio, de entrega a otros sin esperar correspondencia, es aun más difícil.
Es en ese contexto donde la evolución la entiendo como la única vía que puede poner freno al proceso de deshumanización al que –de forma veloz- estamos siendo sometidos. Así que, como es lógico, una conciencia ética –en su rol integrador, defensivo y emancipador- es un elemento imprescindible cuando hablo de evolución.


En términos generales nuestra ignorancia sobre la verdadera dinámica de nuestra ‘civilización’ es abrumadora. En parte, como consecuencia de los quehaceres diarios que conforman una rutina que consume nuestra vida sin que casi podamos prestar atención a lo que no consideramos nuestras responsabilidades inmediatas o directas.
Los sueños que vende el Sistema casi nunca se hacen realidad
 pero la ilusión de que podemos alcanzarlos y, consecuentemente, aligerar cargas, es muy poderosa. El engañabobos de la mula, el palo y la zanahoria, nos impidió advertir que el tren global seguía su curso hacia el abismo.
Otro elemento que considero importante, a tener en cuenta cuando hablamos de ignorancia sobre cómo funciona la sociedad, es la predisposición a creer que el mundo gira en manos expertas que saben lo que hacen. Confiamos –o al menos así ha sido hasta hoy o hace poco- en que fulano sabe perfectamente lo que hace o dice, y nuestro cometido es aceptarlo. No hemos sido educados para reflexionar críticamente sobre los cimientos de los pilares básicos: educación, economía, defensa, religión, política, etc. Y al no reflexionar no hemos visto los fabulosos trucos de magia de un Sistema que es claramente psicopático, antisocial. 

Lo cierto, lo que los hechos nos dicen machaconamente, es que la cúspide de la pirámide –incluso el ecuador de la misma- tiene unos intereses diferentes a los de su amplia base.

"A las personas en el poder les gusta que creamos que todos tenemos los mismos intereses. Pero no todos tenemos los mismos intereses. Existe el interés del Presidente de los EEUU, y también el interés del joven que él envía a la guerra; el interés de las poderosas corporaciones, y el interés del trabajador común. Ocurre igual con la expresión Seguridad Nacional, como si significase lo mismo para todos. Para algunas personas, Seguridad Nacional significa tener bases militares en cien países; para la mayoría, ‘seguridad’ significa tener un lugar donde vivir, tener un trabajo, tener atención médica." (The People Speak, Howard Zinn).

Sospecho que, como siempre ha sido, hay una inteligencia –a la que antes se le llamaba ‘dioses’- que susurra al oído del cordero. El cordero hace suya la directriz. La directriz se hace popular tras haber sido ‘resonada’ por muchos más corderos y, finalmente, los gurús la convierten en dogma de fe.
Me apresuré en escribir ‘finalmente’. Olvidé decir que –ahora sí-, finalmente, el dogma de fe destruye al hombre. El dogma de fe es tan, tan peligroso, como tener en casa un ejército de soldados de un estado absolutista.

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